22 de marzo de 2008

Feria de primavera

Había escampado, y debía aprovechar. Las nubes se desperdigaban para ir dejando claros en el cielo. La lona ya pesa lo suficiente en seco, como para permitir que se moje antes de montarla. La cuadrilla la formaban una veintena de jóvenes, a los que les costaba mantener a raya. Cerró la botella de agua, terminó de tragar el último bocado y con el dorso de la mano se limpió la boca.
Moreno de piel y pelo, el sol había arrugado prematuramente su cara.
El trabajo físico le permitía mantenerse en forma. Su constitución era delgada, pero sus huesos empezaban a gastarse bajo su musculatura bien formada.
Se puso en pié y se desperezó. Miró a los chicos… Recordaba cuando él empezó a montar las carpas de feria. Comenzó con una destartalada furgoneta, y tras unos duros comienzos, se hizo de la reputación suficiente para poder comer cada día. Más nada quería.
De pueblo en pueblo, conocía sobradamente el calendario de memoria de todas las ferias de la provincia. Tenía dotes de mando, pero sabía que a los jóvenes había que darles una de cal y una de arena. Así le aleccionó su padre, y el paso del tiempo, se lo confirmaba.
Se metió dos dedos abiertos en la boca y silbó. Hasta el más sordo debió oírle, y los chavales se pusieron firmes al momento.
Horas más tarde, todo tomaba color.
Las estructuras sólidas, las listas verdes y blancas de las lonas, bien perpendiculares al suelo, los vientos firmes, y en menos que canta un gallo, el albero estaba a la sombra de varias y firmes carpas de feria.
Poco a poco, se iba montando el escenario a lo largo del terreno que anualmente daba espacio a la Feria de la Primavera. La contrata del ayuntamiento ya había instalado los baños prefabricados. Los electricistas y el resto de los montadores, ya habían acabado la puerta principal de entrada. Una herradura de color púrpura, custodiada por columnas que servían de apoyo, darían un año más el paso a miles de visitantes, feriantes, cantaores, bailaoras, políticos, periodistas, cocineros, famosos…
Eran las cinco de la tarde. Acababa por hoy la faena. Aún tenía la mañana siguiente para atar cabos sueltos, dar un repaso general, y pasar a cobrar el jornal. El alumbrado estaba anunciado por los medios de comunicación a la una del mediodía.
Empapado en sudor, terminó su botella de agua echándosela por el rostro que miraba al techo. Y al bajar la cabeza, pestañeando gotas, la vio.
Clavada ante la tarima de madera que serviría de tablao para el baile, dubitativa, temerosa. Podría estar rezando. Podría estar retando al suelo de madera. Elevó un pie, encerrado sin holgura en tacones de baile de color rojo, tomó impulso, y se plantó en el tablao. Lo midió con los ojos. Al comienzo del taconeo de ensayo, se hizo el silencio en la carpa. Uno, dos, tacón, punta. Uno, dos, tacón, punta. El eco se dibujó de sus taconeos. Embutida en una falda negra de orillas blancas, encorsetada en una blusa blanca de puños con volantes enormes, que apenas vislumbraban las castañuelas ébano, comenzó su baile de ojos cerrados, de cejas sentidas, de cabello suelto.
En cada giro su falda pintaba olas negras al aire. Uno, dos, tacón, punta. Uno, dos, tacón, punta.
Cada brazada castañeada al aire, uno, dos, lo hipnotizaba.
La melena azabache se alborotaba. Uno, dos, tacón, punta.
El corazón le saltaba desbocado en el pecho, uno, dos, tres y cuatro.

Terminado el ensayo, el aplauso fue estruendoso.
Bajó al suelo de un salto, sonriente, satisfecha. Como si hubiese vencido algún miedo.
Al pasar a su vera, le miró sonriente. Endiabladamente bella. Uno, dos, tacón, punta.
Ahí donde ella enterrierra sus miedos él comienza su condena. Uno, dos, tres y cuatro.

Volvió en sí, aturdido por el recuerdo. Con ese pellizco de pena que le causaba siempre que en su cabeza martilleaba el uno, dos, tacón, punta… uno, dos, tres y cuatro...

20 de marzo de 2008

Un otoño cualquiera


Soplan aires de otoño,
refrescando calores que se resisten a marchar.
Cayeron las primeras gotas de lluvia,
limpiando con pereza todo cuanto  tocan.

Cayeron las primeras hojas,
aún sin dorar lo suficiente,
elevándose en el aire al capricho del viento  sin horas, pretendiendo volar.

El mar se niega a ser turquesa.
Vistió sus galas grises y marrones
 para no desentonar.

El verde ya no crece aprisa.

Pero esa enredadera
que germinó algo tardía,
trepa incesante.
 Asciende y se fija.
Crece y se enreda.
 Se asienta y se gira.
 Me atrapa y me acerca.
Mi cuerpo a tu cuerpo.
 Tu verde, a mi vera.

17 de marzo de 2008

Las amigas

Hoy me decía una buena amiga :

"ahora sé que nunca compartiré mi vida con nadie, que el hombre que necesito no lo podré encontrar jamás aquí, que deberá ser tan especial, que no habrá nacido nunca"

Y me asaltó una extraña amargura. Porque lo comentaba entre risas. Pero sé que no reía.

El hombre del aeropuerto

Había encontrado un filón en el aeropuerto.
Los pasajeros cargados de maletas, bolsas, regalos y cansancio en sus rostros, fluían cada día con historias que contar.

Él buscaba entre los que regresaban, y no todos eran blanco de su curiosidad. La mayoría eran transparentes a sus ojos, y pasaban desapercibidos. Otros pocos, demasiado pocos, eran objeto de algún argumento para su próximo relato.

En días de fiesta, largos puentes y vacaciones señaladas, la sala se llenaba de familiares, amigos, azafatas de agencias de viaje, taxistas contratados…un hervidero de gente.

Estudiaba el panel luminoso, elegía aquellos vuelos que indicaban retraso, y preferentemente del extranjero. Ya sabía a qué puerta dirigirse, y frente a ella, deambulaba con su lápiz y su libro de notas preparados en el bolsillo del pantalón.

Era delgado. No demasiado alto. Vestía informal y sus zapatos brillaban exageradamente. Sus ojos oscuros buscaban oteando la amplitud de la sala.

Escudriñaba entre los anuncios publicitarios. Una página web anunciaba payasos por contrato para los niños hospitalizados. La payasa sonreía recostada sobre el hombro de un niño de ojos tristes y sonrisa dibujada.

Quizá… una payasa. Y anotaba en sugerencias.

Un padre besaba a su hija adolescente con ternura:

- Cariño, ya sabes cómo es él… es muy terco… Se ha empeñado en cambiar de caballo. Le dije que Zodia ya estaba preparado, que ha vuelto a saltar sin miedo…
- Papá, yo no quiero que nadie monte a Zodia… nadie que no sea él- Le hacía pucheros al padre.
- Lo sé, cielo. Veremos qué pasa cuando vuelva a montarlo.

Quizá… un jinete sin confianza en su caballo de competición. Y anotaba en sugerencias.

Una pareja de mediana edad discutía sobre dónde acomodar a su hijo, que regresaba unos días a casa, acompañado de su nueva novia, detalle que incomodaba a la señora.
No merecía anotación alguna.

La puerta corredera se abrió, y los pasajeros comenzaron a salir.

Vislumbré el pelo rubio y rizado de mi hermana. Me apresuré a darle el encuentro, y le rebasé. Pude sentir sus ojos clavados en mi espalda. Me giré súbitamente y le sorprendí. Su rostro no era especial, el interrogante en su mirada, lo era.
Nos delatamos mutuamente. Nos reconocimos mutuamente.
En dos segundos dio media vuelta y emprendió presuroso el camino a la calle.

Me olvidé y él y me topé con mi hermana, eufórica, feliz. Nos abrazamos entre risas.

Al regresar sobre mis pasos, encontré en el suelo una hojilla blanca:

Mujer, cabello castaño ondulado, ojos azules. Mediana edad.
Podría ser


Quizá sea protagonista de alguno de sus relatos.

Como él.

1 de marzo de 2008

El desconsuelo



el desconsuelo infinito,
aguardando al paso de los siglos,
solloza ser mortal,
erigir su rostro al frente,
marchar a buscarle,
respirar siquiera,
huir del mármol donde la encerrara Josep,
cuando sus manos la tallaran
ante los ojos de él.