14 de noviembre de 2008

Seducida por el tango



Me inscribí hace unas semanas en una academia de baile para iniciarme en el tango, que siempre me ha fascinado.
Desde los primeros pasos básicos, al compás de dos por cuatro, el tango crea adicción.
Desde las grietas del gastado parqué de madera color miel hasta la escayola amarillenta del techo, pasando por los resquicios de las viejas ventanas, el bandoneón resuena en un melancólico llanto de fuelles.
Baile de roces de tobillos y rodillas, de sensuales pasos atrás y engaños de miradas, gestado en los burdeles y de controvertido origen, enamora aún bailando sola.
Ensayados los ciclos de cinco pasos bien aprendidos, y en secuencias sencillas pero aleatorias al dictado de la profesora, me sacó por sorpresa a bailar en mitad de la sala.
No entiendo por qué me puse tan nerviosa. Quizá por ser observada por el resto de los alumnos. Por ser la primera vez que tocaba a la maestra. Por el silencio repentino de la sala. Estaba como un flan.
Frente a mí, me tomó las manos, me dio unas cuantas indicaciones sobre la secuencia, puso mi mano izquierda sobre su hombro derecho y me tomó por la mitad de la espalda. Mandó a poner la música, Arrabal Amargo.
De inmediato me trasmitió su serenidad y me llevó enérgica y contundentemente enlazada. Susurrando el nombre del paso a dar, nacía la sincronía como por arte de magia. Oyendo el tango con el corazón, los pasos memorizados cobraban sentido. Era como estar poseída sin ser sometida. Disciplinada pero libre. El tiempo quedó en suspenso. El mundanal ruido de coches y gentío tras las ventanas, enmudeció.
Cuando Gardel terminó, tomé conciencia de mi ritmo cardíaco, de que estaba empapada en sudor, y de que el tango me había conquistado para siempre.