10 de febrero de 2008

Repasando lecciones de antaño

A veces, se aprende dolorosamente. Y lo que es peor: se olvida.

Es bueno repasar. Recordar ayuda a no caer en la garras del "error repetido".

Cómo dijo Gabriel G. Márquez en una ocasión: "mirar atrás para comprender.... y adelante para vivir"



Necesito rescatar otro retal de antaño, y aquí lo dejo:



Los cuatro jinetes de mi ApocalipsisNo sé exactamente a qué hora perdí el control.
Rugía como una fiera, el dolor era insoportable. Alguien, enfundado en una bata blanca, acercó su rostro por mi izquierda escudriñando el vendaje ensangrentado que cubría mi seno derecho. Con una fuerza sorprendente, fruto del miedo, así la bata de aquel hombre, y tiré de él hasta que la punta de su nariz rozó obligada la mía.
-¡¡traiga al cirujano!! ¡Una teta no puede doler tanto!...- vociferé. Y le empujé hacia atrás con violencia. Perdí la noción del tiempo. Un chico delgado y tembloroso intentó cogerme en brazos. Lo intentó de varias formas. Sentí sus uñas clavadas en el brazo hinchado por el gotero. Titubeaba, novato. Le aparté y me colgué de su brazo para sentarme. La sonda se adentró aún más. Me tiré a la silla de ruedas con mi bolsa de orina en la mano izquierda, y el drenaje sangre en la derecha, vociferando alaridos. Ante mí, la camilla del quirófano, de nuevo. En fracciones de segundo desfilaron entre mis ojos y esa camilla, cuatro instantáneas congeladas en algún lugar de mi memoria:

Tras veinte horas de parto, exhausta, rota, mi diminuta hija, envuelta en sábanas verde quirófano, recostada bocabajo sobre mi prominente vientre recién parido, abrió sus enormes ojos verde mar para buscar, a mis mimos, los míos. Una prometedora sonrisa dibujó sus húmedos labios, y encontró otra tan amplia de los míos, extremadamente secos, que se rompieron al hacerla: mi jinete VIDA.

Aquella sombra que devolvía el espejo, no podía ser yo. El cuarto ciclo de quimioterapia se había llevado por delante mi lustrosa melena castaña. Al sol del atardecer, la horrible cicatriz que cruzaba el hueco de mi pecho robado, brillaba presuntuosa, para lucirse y avergonzarme. Mi rostro se asustaba al verse. Mis ojos querían escaparse de sus cuencas, sostenidos en el aire sobre moradas ojeras que desafiaban a la gravedad, una y otra vez, dentro de la fría y blanca taza del retrete. Esa sombra gris enmarcada en el espejo: mi jinete MUERTE.

Tenía quince años. Plena adolescencia. Educada en estrictos colegios de monjas, fui castigada por mi madre a un encierro que duró tres meses. No era de su agrado el hombre con el que me habían visto besarme en un banco de la Alameda. Temiendo perder mi celosamente custodiada virginidad, pasé tres meses de un verano encerrada entre las cuatro paredes de mi lúgubre habitación, soñando que mi príncipe azul esperaría por mí. Pero muchos días estaba sola en casa, y no había pestillos en las puertas. Incluso conocía el escondite de la llave de repuesto de la casa... Jamás me escapé. Mi tercer jinete, para mi propio asombro: SUMISIÓN.

El horizonte desplegado ante mí, me abrazaba agradeciendo mi visita. La subida al Cornón, en el corazón del Parque Natural de Somiedo, había sido muy dura. Mis hinchados pies luchaban por abandonar las botas de montaña. La niebla hacía horas que había huido despavorida del bravo sol del mediodía. El espectáculo invitaba a la reflexión sobre la infinitud. El cilindro gris de cemento se erguía sobre la máxima altura de la montaña, simbolizando cartográficamente la cima del pico. Sobre su base cuadrada, tras dejar mi enorme mochila que transportaba mi casa de verano sobre el árido suelo de piedra ocre, abrí mis piernas, para proteger mi cuerpo tras él, del silbante viento. Erosionado por los elementos, el cilindro cubría hasta mi estómago. Me crucifiqué ante el horizonte, alzando los brazos extendidos, mientras que el sudor se enfriaba para hacerme temblar de frío. O quizás de emoción. Me deleité con el paisaje. Alcé la vista al cielo transparente. A su trote veloz, sacudió mi cuerpo el cuarto jinete: LIBERTAD.

De nuevo, la camilla del quirófano se mostraba ante mí monstruosa. Me puse en pié, con mis colgajos de orina y sangre fuertemente sostenidos por mis manos temblorosas. Lo que tardó en caer al suelo mi camisón roto a tijeretazos por los cirujanos, en la intervención de la mañana, fue lo que tardaron en cruzarse de cara los jinetes. Sumisión y Muerte, frente a Vida y Libertad. Se retaban mutuamente. La misma ruta, direcciones opuestas.

Y mis pies desnudos rebasaron la blanca seda del camisón, para emprender ansiosos el camino hacia la camilla.
J.L. se asomó a mi cara. Serena y decidida le dije:
- a ver que le pasa a esta teta.