15 de septiembre de 2009







Acopio de deseos ajenos: agua de la Fontana de Trevi
Pronto se teñirían en ámbar las luces, al ocaso de la tarde calurosa. El helado de coco se derretía aprisa y goteaba juguetón entre los dedos, chorreándole  hasta los codos. Con la mano libre buscó una moneda suelta por el fondo de su mochila. Lamía y meditaba al tiempo. Observaba a los turistas, tratando de aprender el ritual.
Era sencillo.
Y absurdo.
Aún más absurdo no saber elegir un deseo.
Lamía y meditaba de nuevo.
Sonrió levemente.
Después ampliamente.
Se giró, dando la espalda al agua, y cerró los ojos. Elevó la moneda y la lanzó con fuerza por encima de su hombro, y deseó  convencerse de que la felicidad no llega sólo por mucho desearla.

8 de septiembre de 2009

Ella volverá


Regresar al parque somedano después de diez años, ha sido toda una experiencia de reencuentros, de retos, y descubrimientos.
Valle del Lago sigue teniendo su especial encanto. Desde Pola de Somiedo hasta el Embalse del Valle, el dificultoso acceso de dos kilómetros de estrecha carretera serpenteante y empinadísima, acoge ahora un mirador a mitad de camino, que invade el vacío mirando al Coto de Buenamadre, con atrevimiento y osadía, como si de un milagro de la construcción se tratase. Buen lugar para recobrar el aliento y serenar el temblor de piernas que provoca a los poco expertos en subir montaña en coche.

Casas de anchos y macizos muros levantados piedra sobre piedra, se alinean a ambos lados de una única calle, calle de mil usos, al servicio de transeúntes variopintos: lugareños, visitantes, pastores, comerciantes, el panadero en su furgón, el cartero en su moto, perros pastores sueltos, esquivas vacas somedanas, corderos, cabras, caballos, coches, motos, quads, furgonetas… todos por el mismo sitio, compartiendo pasos esquivos para no tropezarse.

Allí no hay despacho de pan, ni farmacia, ni una sola entidad bancaria, ni un sólo cajero automático, ni una sola tienda.
Varios hoteles de dos y tres llaves y alguna que otra casa recientes, se han insertado en la calzada de hormigón gastado, con mucho disimulo.
Y la zona de acampada de antaño, un prado fresco y verde, donde montaba mi vieja tienda de campaña canadiense, ahora es un camping de primera, reducido pero hermoso, salpicado de tiendas iglú, y seccionado en dos partes por el transparente riachuelo, dejando una zona minúscula para caravanas que cruzaron audazmente el acceso al prado.

En la entrada, tras la baliza, se alzan cinco teitos, para albergar a los visitantes más celosos de la comodidad de una vivienda con todo lujo de detalles.

A unos metros del río que delimita la zona del camping, se construyó un cobertizo para los caballos que montan a los visitantes del parque. Gloria, su dueña, sigue ofertando rutas de diferentes precios y grados de dificultad, ahora con su marido, un vaqueiro de amplia sonrisa.

El columpio sobre el ancho del río, que cuelga estratégico de los robustos robles, a ambos lados de la orilla, aún se mece entre risas y hojas voladoras, sujetando la misma tabla de madera vieja y gastada, rústicamente amorfa, amorosamente tallada. Subirse en él sin mojarse los pies, sigue siendo toda una proeza.

Alquilé un apartamento rural, diminuto, sobrio y coqueto.
Los amigos de allá, nos esperaban ansiosos. El reencuentro fue muy conmovedor.

Me emocionaba hacer de nuevo la ruta que desde el embalse, se perdía en un valle sombrío de frondosa vegetación, siguiendo el curso del río Bobia, en dirección a Veigas. Llovía cuando iniciamos la excursión.

Recordaba la vieja ermita, escondida en un bosque de hayas, en la ladera de un monte, a escasos metros de una fuente. Entonces, su descubrimiento fue por pura casualidad. Ahora la buscaba a propósito.

Apareció majestuosa.

Con el mismo cuidado y respeto de antaño, abrí la verja metálica que daba paso al sendero zigzagueante que ascendía la ladera. Diez años más, para la vieja ermita abandonada no suponían nada.

Me apresuré impaciente por si la emoción me nublaba la memoria sobre la situación exacta de la piedra que buscaba. Tanteé varios bloques de piedra, del murete circular que arropaba al jardín de la entrada principal, del vacío.
Ninguno se movía.
Me ayudé de ramas secas rasgando las uniones entre ellas, vaciando las juntas de tierra, hojas muertas y raíces.

La encontré.


Levanté el bloque y miré a mi hija. Se asomó al agujero y sacó la cajita de barro que había escondido cuando tenía cinco años. En ella, guardó doblado cuidadosamente un papelito que decía “volveré antes de que cumpla 15 años”.
Le pregunté qué haría ahora.
Al dorso mugriento escribió: “volveré. No sé cuando”.

22 de marzo de 2009

Alguien me pide que publique esta carta

Y no me puedo negar...
Dice que él se reconocerá a sí mismo, en cuanto la lea.
Yo no entiendo nada...
Pero ahí va:

"Querido Pedro:

Saliendo, poquito a poco, de una profunda depresión que me ha tenido sumida en el silencio, y consciente de que a las necesidades hay que prestarles atención, satisfaciéndolas (si se pudieran todas...) a capricho del ánimo (recién coloreado por la primavera), permíteme (por favor) saludarte.
Decirte que estas en ese mágico espacio virtual que me dibuja una perenne sonrisa en la boca.
Que tus letras me ponen la piel de gallina, para recordarme que estoy viva.
Que tu constancia es modelo de ejemplo, que a veces sigo, y a veces no.
Y que igual que la jodida mala suerte llama a la puerta, la bendita casualidad también, dando paso al privilegio de conectar con personas que van a ser un referente, un pilar, un algo... que no se identifica con ningún sustantivo conocido. Tampoco importa... Quizá esté aún por escribirse esa palabra que no encuentro...

Pero todo se andará...

Ya, ya lo sé... no te gustan los piropos... ni las alabanzas... ¡eres tan absurdamente perfeccionista! ¡y exigente contigo mismo!
¡Te fastidias!
Porque ahora que te dije todo esto... me siento mucho mejor.

Te envío desde el sur, miles de besos."